El hombre se echó a la boca un puñado de endrinas para engañar el hambre mientras se acomodaba entre los riscos disponiéndose a pasar la noche. En los Alpes orientales, a más de 3.000 metros de altura, las nieves de las lejanas cumbres le devolvían los últimos rayos del sol a través de un aire tibio de finales de primavera. Al masticar las endrinas su dolor de muelas se alió con los retortijones de estómago que venía sintiendo desde que comiera aquella carne seca de cabra durante el almuerzo. Reunió un poco de broza y las ramas secas de un tejo cercano al tiempo que tomaba de entre sus ropajes un pequeño saquito de piel para encender el fuego. Extrajo el hongo yesquero, y comenzó a golpear sobre él un fragmento de pirita con una lasca de sílex con tan mala fortuna que el afilado borde de la lasca le produjo un profundo corte en la mano. Maldijo en voz baja. Verdaderamente hoy Ötzi no tenía un buen día. Se aplicó sobre la herida una cataplasma hecha con corteza de abedul para contener la hemorragia y evitar la infección. Fue entonces cuando oyó el ruido a su espalda. El instinto de guerrero desarrollado después de tantas lides le hizo levantarse como un resorte ignorando la protesta de sus maltrechas rodillas y girarse al tiempo que extraía de su funda el cuchillo de sílex con una mano mientras se protegía con la otra.

Justo entonces vio las siluetas de otros seis enemigos recortadas sobre la cima del cercano risco. Tenía que huir. Recogió sus pertenencias a toda prisa e inició el descenso. Confiaba tomar la suficiente ventaja a sus perseguidores y ganar tiempo hasta que cayera la noche. Usó su mano a modo de visera para contemplar el sol poniente cuando, al levantar el brazo, la flecha le entró por detrás de la axila, junto a sus tatuajes, y atravesando la capa le perforó un pulmón. Apretando los dientes y sintiendo los mordiscos del pánico, Ötzi rompió el astil con su mano derecha y se lanzó ladera abajo para evitar un segundo impacto. Unos minutos después, las piernas comenzaron a fallarle y se escondió en un resquicio entre las peñas. Sentía la punta de sílex alojada en su interior, desgarrándole, inundándole de sangre las vías respiratorias. Finalmente Ötzi apoyó la espalda contra la fría roca, entornó los ojos y se dejó caer deslizándose hasta el suelo, encomendándose a sus dioses.
Un 19 de septiembre de 1991, el matrimonio alemán compuesto por Helmut y Erika Simon irrumpían despavoridos en la comisaría de la policía de Hauslabjoch. Afirmaban haber encontrado el cuerpo congelado de un alpinista. Los servicios de socorro se pusieron en camino. Llegaban unos 5.300 años tarde para salvar la vida de Özti. Pero nacía la leyenda de El Hombre de Hielo y tanto su cuerpo como sus pertenencias nos susurraron, con una claridad que nadie consiguió hasta entonces, cómo era la vida y la muerte durante la Edad del Cobre..